Una vida en el sofá
Estoy en casa de mi madre sentado en el sofá mientras ella juega con sus nietas a mi lado. Las dejo a las tres y mi mente retrocede décadas sin moverse ni un centímetro del sofá, o del que había en su lugar por aquel entonces. Tendría yo ocho o nueve años y recuerdo que me encantaba saltar encima de él. También lo utilizaba para sentarme, sobre todo cuando mi abuela me explicaba como se escapó de casa cuando era joven para irse a vivir con el hombre que quería porque sus padres no aceptaban
Pocos
años después, apenas era un preadolescente, me sentaba con mi padre para ver los partidos de Liga del Athletic.
Recuerdo que fue celebrando un gol al Real Madrid que, mientras nos abrazábamos
por la alegría, no podía dejar de mirar el cuerpo de aquel jugador que se había
quitado la camiseta para lanzarla a la grada enloquecida de San Mamés. Supe en
aquel momento, no sé muy bien porqué, que aquello no lo podía compartir con mi
padre. Y aquella decisión que inconscientemente tomé tan joven la mantuve
incluso cuando años después vi a mi padre consumirse por el cáncer, sentado en
aquel sofá. Estábamos muy lejos por aquel entonces, pero no tanto como para no
saber que tenía que acompañarle en un momento en el que la fe se quedó muda.
Dos o
tres años después, un día de verano, lo sé porque mi madre me obligó a ponerme
la camiseta antes de salir, me fui a jugar con mi primo delante de casa. Campos
y campos de naranjos que dos décadas después fueron arrancados para construir
pisos que hoy están vacíos, mientras muchas familias endeudadas hasta las cejas
no tienen donde vivir. Allí, encontramos una colmena, cogimos una piedra cada
uno y apostamos quien de los dos tenía más puntería. Ganar la apuesta, y no
hacer caso a mi madre, hizo que las abejas vengaran su desahucio en mi todavía
joven espalda. Al llegar a casa, mi madre y mi abuela pusieron una sábana sobre
el sofá, me tumbaron en él e intentaron curarme con un preparado de barro que
esparcieron en mi dolorida espalda. En aquella postura me quedé un buen rato
mientras veía con mis hermanos un capítulo de Verano Azul. Cuando acabó, por
mucho que me quejé, no me perdonaron la lectura diaria de la Biblia. Y justo ese día, lo recuerdo como si
fuera hoy, en aquel sofá escuché por primera vez la palabra homosexual. Fue
leyendo una de las cartas de Pablo, y lo decía muy claro, que los homosexuales
no podían ir al cielo. Mi madre nos explicó a su manera que significaba eso tan
terrible de ser homosexual, ni en sus peores pesadillas se imaginaba que tenía
uno delante de ella. De aquel momento no recuerdo el dolor en la espalda,
recuerdo que me dolía el corazón, y tener mucho miedo de que alguien descubriera que yo era uno de esos degenerados.
A
principios de los noventa, cuando la Ley Wert era impensable para una sociedad que mayoritariamente
creía en la igualdad de oportunidades, pude ir a la universidad. Y cuando los fines de semana volvía a
casa de mis padres y podía relajarme en el sofá leyendo algo interesante, me
topé con libros que no sólo salvaron mi fe, sino probablemente mi vida.
Bonhoeffer, Bultmann, Moltmann o Barth, me abrieron los ojos para ver los
efectos desastrosos que el fundamentalismo había producido en mi manera de
entender a Dios, la fe, el ser humano, o a mí mismo. Allí, en el sofá, todo lo
que me habían enseñado desde niño sobre el cristianismo se hizo pedazos. Todo
menos una cosa: que el amor a lo real, al prójimo, a lo que tenemos cerca, es
el resumen del evangelio. Y aunque suene terrible, el primer prójimo al que
tenía que aprender a amar, era a mí mismo. A pesar de todo eso necesité unos
cuantos años más para sentarme frente a mi madre y decirle que era gay. Sólo
quien ha pasado por eso puede entender lo que significa, sólo quien lo ha
vivido sabe el espacio infinito de separación que se abre en ese momento entre
dos personas que se quieren. La homofobia lo arrasa todo a su paso, incluso la
relación de una madre, un padre o unos hermanos.
Pero hay
algo contra lo que la homofobia no puede, el amor. Eso me lo enseñaron personas
como mi madre. Hay que reconocer que no lo tuvo fácil, que lo tenía todo en
contra: su manera de entender la Biblia, la educación homófoba y machista que
había recibido, las presiones de otros cristianos o incluso de otras personas
de la familia que le animaban a alejarse de mí. Pero hay gente que, como mi
madre, son capaces de ir al infierno para no perder a sus hijos. Me pregunto
aún hoy, cómo pude subestimarla, hay cristianas como ella que saben que el amor
siempre es más importante que la doctrina. Y no sólo lo saben, sino que son capaces
de practicarlo. Desde el amor pudo empezar a dar pasos para comprenderme,
quizás no tan rápido como a mí me hubiera gustado, probablemente no de la forma
que yo veía más adecuada... En realidad lo hizo a su manera, ayudada eso sí por
unos cuantos empujones míos.
El
primero cuando le presente a mi pareja, no hacía mucho tiempo que sabía que yo
era gay cuando fuimos los dos a casa y nos sentamos en su sillón, desde ese día
lo trató como a un hijo. El segundo cuando unos años más tarde le hicimos
levantarse del sofá para darle la noticia de que nos íbamos a casar. Supo
enseguida que eso supondría una ruptura familiar, pero no dudó ni un momento en
ponerse de nuestro lado. Y allí estuvo, contra viento y marea sentada junto a
mí en la iglesia el día de nuestra boda, sabiendo que la mayoría de su entorno
condenaba lo que estaba haciendo. No lo hizo por convicción, ni sabiendo con
exactitud si hacia lo correcto, lo hizo por amor. Y desde el amor, entendió
después que había actuado bien. Finalmente el empujón definitivo se lo dimos
cuando le trajimos a nuestra primera hija, o cuando le pusimos en brazos a la segunda. Me acuerdo exactamente de ese día porque
estaba sentada en el sofá en el que estoy yo ahora. Y recuerdo ver temor en su
cara, duró unos instantes, pero de inmediato supo que aquellas dos niñas eran
sus nietas. Unas nietas a las que, como mi abuela a mí, tenía que educar en el
amor de Dios.
Se ha hecho
tarde y nos tenemos que marchar, mis hijas no quieren irse y refunfuñan un
rato, mi madre les da un beso y se despide de ellas. “Portaos bien, y haced caso a
vuestros padres”. La frase me
hace sonreír, ella me mira y me pregunta: “¿De qué te estás riendo?, ¡Dios
sabrá en que estarás pensando!”. Le
miento y le digo que en nada, pero pienso en lo que nos ha costado a todos
poder hacer un comentario tan simple como éste. El camino ha sido arduo pero
compartido, un camino donde la fe y el amor han sido puestos a prueba mientras
nos sentábamos como cualquier otra familia en el sofá del comedor. “Un beso Ama, te quiero”.
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